miércoles, 23 de marzo de 2016

Estamos en guerra...


Se veía venir… Fue esta mi primera reacción al descubrir las horroríficas escenas de los atentados de Bruselas. Sí, cabía esperar una reacción violenta por parte de los radicales islámicos, de las famosas células durmientes de Al Qaeda, tras la detención en la capital belga de Salah Abdeslam, el cerebro de la matanza de París. Se veía venir; los servicios de inteligencia occidentales conocían los planes de los terroristas. Sin embargo, optaron por actuar siguiendo la rajatabla las sacrosantas normas de conducta del sistema democrático. Mas olvidando un detalle: estamos en guerra. Una guerra larvada, un conflicto no declarado que amenaza a todos los pobladores del Viejo Continente.

Me preguntaba un amigo periodista cuál de los dos movimientos radicales musulmanes – Al Qaeda o el Estado Islámico – resultaba, a mi juicio, más pernicioso para la seguridad mundial. Mi respuesta le sorprendió: Pero si estamos hablando de dos engendros gemelos. Tienen los mismos padres y, si te descuidas, los mismos padrinos.

¿Los mismos padres? Conviene recordar que Occidente tardó en denunciar la crueldad de los combatientes del Estado Islámico, los métodos inhumanos empleados por esos nuevos defensores de la fe. Los gobernantes del Primer Mundo empezaron a preocuparse por la suerte de las víctimas de las huestes del Islam cuando el Estado Islámico se adueñó de los yacimientos petrolíferos de Siria y de Irak. Por vez primera, en las redacciones de los medios occidentales aparecieron los vocablos yazidíes, alevíes, kurdos. Poblaciones en peligro, según las cajas de resonancia de Washington o de Bruselas, que habían permanecido silenciosas durante los enfrentamientos de Siria, donde la multicéfala hidra trataba de derrocar el régimen de Bashar el Assad.

El Estado Islámico y Al Qaeda combatían en el mismo bando. Sus valedores eran las monarquías supuestamente pro occidentales de Qatar y Arabia Saudita, aliadas de Washington e integrantes de la coalición internacional antiterrorista liderada por el Presidente Barack Obama.

En ambos casos, se trata de agrupaciones que persiguen el mismo objetivo: levantar un Califato regido por la Sharia, la ley islámica. Algo que, de paso sea dicho, Osama Bin Laden había conseguido en el Afganistán de los talibanes. Huelga decir que la eliminación física del multimillonario saudí no obstaculizó el desarrollo del proyecto. Al contrario, su muerte aceleró el proceso de radicalización.

Trato de hacer memoria. En noviembre de 2001, la plana mayor de Al Qaeda, cercada por las tropas de la alianza liderada por los Estados Unidos, se refugió en las montañas del Este de Paquistán. Pocos días antes del cese de las hostilidades, Bin Laden lanzó una advertencia a los cruzados y los judíos, es decir, a los cristianos y los sionistas. La tempestad de los aviones no se calmará, si Alá quiere, mientras (Estados Unidos e Inglaterra) no cesen su apoyo a los judíos en Palestina, no levanten el embargo a Irak y no abandonen la Península Arábiga… Si no lo hacen, la tierra se incendiará a sus pies.

Sabido es que el operativo militar Libertad Duradera, ideado y capitaneado por los estrategas del Pentágono, no logró acabar con la presencia de los talibánes en tierras afganas o paquistaníes. Sin bien los aliados occidentales ganaron los combates de primera hora, la nutrida fuerza multinacional estacionada en suelo afgano fue incapaz de erradicar el islamismo militante. Ello se debe ante todo a que los políticos del primer mundo no llegaron a analizar el fondo de la cuestión. Para muchos, Al Qaeda no dejaba de ser un fenómeno aislado, un mero accidente histórico. Sin embargo, Bin Laden había avisado: volveremos dentro de diez años.

A veces, el candor de los políticos nos conmueve. Cabe preguntarse si sus actos obedecen a la ingenuidad, pureza, honradez de esos personajes públicos, o bien a una mala fe disfrazada de una delgadísima capa de buenismo. Lo cierto es que la trayectoria de esos mal llamados gobernantes se caracteriza por el zigzagueo y el titubeo continuos, por el deseo de complacer a seguidores y detractores. Ello genera situaciones rocambolescas, que recuerdan los libretos del género chico.

Conviene recordar que en 1992, tras el desmoronamiento del bloque socialista, Norteamérica y la OTAN buscaban un enemigo. Un político español no dudó en ponerle nombre: el enemigo es el Islam. Siguió un largo tiempo de silencio, de aparente olvido. Las guerras en tierra del Islam no eran, no podían ni debían ser nuestras guerras. ¿Simple error de cálculo?

Cabe preguntarse, pues: ¿a qué se debe esta anacrónica postura de los gobernantes del Primer Mundo? El tardío despertar de la clase política, su repentino afán el declarar la guerra al Estado Islámico presenta malos presagios para las relaciones con el mundo árabe-musulmán. Si bien es cierto que la mayoría de los musulmanes no se identifica con los salvajes procedimientos de los yihadistas del EI o la farragosa retórica de Al Qaeda, también es verdad que los argumentos empleados por Occidente – libertad de expresión, derecho a criticar, véase ofender al Islam – no cuentan con muchos seguidores en el mundo musulmán.

Es obvio que George W. Bush no ganó la guerra contra el terrorismo. Lo único que logró el expresidente norteamericano fue un incremento de la corriente anti islámica en Estados Unidos y algunos países de Europa occidental. Un buen caldo de cultivo para la incomprensión y el odio. Los atentados del 11-M de Madrid (2004) y/o las bombas que estallaron durante la maratón de Boston (2013) sirvieron para alimentar la animadversión de una opinión pública desconcertada. La matanza perpetrada en la redacción del semanario parisino Charlie Hebdo (2014) fue la detonante para la nueva ofensiva, esta vez, generalizada, contra el radicalismo islámico. ¿Contra el radicalismo o contra algunos radicales?

La guerra global desencadenada por el Presidente Bush en 2001, se cobró su infinidad de víctimas, tanto en el mundo islámico como en Occidente. Sin hablar, claro está, de los daños colaterales, las millones de personas sospechosas de connivencia con el enemigo (¡islámico!), que figuran en las listas negras elaboradas por los organismos de seguridad estadounidenses y/o europeos. Sin embargo, el ideario de Al Qaeda se fue propagando a la casi totalidad de los países de Oriente Medio y el Magreb. Brotes islamistas surgieron en el África subsahariana. Su presencia generó un profundo malestar en las cancillerías occidentales. El enemigo se estaba acercado a pasos agigantados. No es nuestro propósito analizar en estas líneas la espectacular expansión de los movimientos islámicos en Asia y África. Este fenómeno merece ser estudiado con mayor minuciosidad.

Letanía por una guerra anunciada. Sí, estamos en guerra. Esto se veía venir. Las células durmientes han despertado. Ello presagia un porvenir sombrío para el Viejo Continente. ¿Sólo para la Vieja Europa?

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