jueves, 13 de marzo de 2014

Crimea no es Kosovo


En febrero de 2008, cuando el parlamento kosovar aprobó unilateralmente la separación del territorio de la República de Serbia, las potencias occidentales – Estados Unidos y la Unión Europea – aplaudieron la iniciativa, haciendo hincapié en la lucha de la etnia albanokosovar por su derecho a la autodeterminación. Más aún: el Presidente Bush manifestó en aquél entonces que la solución del estatus de Kosovo garantizaría la estabilidad en los Balcanes. Poco tardaron las altas instancias de la Unión Europea en sacarse de la manga una declaración institucional, calificando la independencia como un caso único, e invitando a los países comunitarios a decidir según sus prácticas nacionales y su normativa  jurídica, sobre la extraña declaración de independencia. Huelga decir que la mayor parte de los Estados comunitarios optó por reconocer al territorio secesionista. Sin embargo, las autoridades de Chipre, Grecia, España y Rumanía se mostraron reacias: sus respectivos países contaban con movimientos separatistas dispuestos a emular a los kosovares.
 
Conviene recordar que antes de la secesión la etnia albanesa representaba el 90 por ciento de la población kosovar. Conmovidos, al menos aparentemente, por los horrores de la limpieza étnica practicada por la mayoría serbia, los Estados Unidos y la Unión Europea optaron por reconocer a la recién creada República de Kosovo. Mas para no infringir la compleja normativa jurídica, las Naciones Unidas trasladaron el conflicto al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya,  cuyos miembros llegaron a la conclusión de que la declaración de independencia no violaba el derecho internacional. Los secesionistas adquirían, pues, cartas de naturaleza en el concierto de las naciones libres y… democráticas. 

Al escribir esas líneas apenas unas horas antes de la celebración del referéndum soberanista de Crimea, nos preguntamos si el rechazo frontal de esta iniciativa por parte Occidente no es el mero reflejo de la política de doble rasero llevada a cabo por las instituciones del Primer Mundo, muy propensas a confundir sus intereses con la voluntad de los pueblos del Planeta. En realidad, hay bastantes paralelismos entre la problemática de Crimea y la de Kosovo. En ambos casos, nos hallamos ante el dilema de etnias dispuestas a desembarazarse del yugo de las potencias o las instituciones foráneas. En ambos casos, se puede alegar una reacción de legítima defensa por parte de las comunidades directamente involucradas en el proceso independentista. Sin embargo, es obvio que la población rosófona de Crimea no cuenta con la simpatía del establishment político occidental. Los intereses creados son múltiples y, muy a menudo, dispares. Pero si en algo coinciden los gobernantes del Viejo Mundo es en el deseo de no renunciar a ningún trocito de este más que apetecible pastel llamado Ucrania. La desfachatez de Moscú consiste en tratar de arropar a los hermanos de sangre de la República Autónoma de Crimea. En comparación con los kosovares, los rusos de Sebastopol no compraron armas en el mercado negro de Zúrich o de Viena, no negociaron su independencia con Bruselas, no mandaron emisarios a la Casa Blanca.  ¡Qué falta de delicadeza!

Para quienes conocen el funcionamiento del sistema político post-soviético, no resulta nada difícil imaginar los resultados de la consulta soberanista que se celebrará este fin de semana. ¿Y las consecuencias? Es probable que los habitantes de Crimea vuelvan a ser, algunos tal vez a regañadientes, ciudadanos de la Madre Rusia.   

Curiosamente, Occidente llegó a la conclusión de que la posible aplicación de las tan cacareadas sanciones contra Rusia podría convertirse en un arma de doble filo. De hecho, los países occidentales tienen más que perder caso que los gobernantes moscovitas. En ese contexto, no hay que extrañarse que el propio Secretario de Estado John Kerry señale ante los miembros de la Cámara de Representantes  de los Estados Unidos que un (hipotético) aislamiento de Rusia implicaría la congelación de una serie de iniciativas diplomáticas como en el proceso negociador con Irán, la guerra civil de Siria, o la situación en Afganistán, cuya solución no depende sólo de Washington o de Bruselas, sino también de la implicación inequívoca de Moscú. Quienes ansiaban hace apenas unos días  la vuelta a la política de la cañonera, a las conquistas imperiales de los marines en Centroamérica, tratan de moderar el lenguaje.