viernes, 27 de septiembre de 2013

Irán – USA: ¿luz al final del túnel?


“Olvídense de Siria; hay que ir a por Irán”. Este sibilino mensaje, enviado por el infatigable Daniel Pipes cuatro días antes de la conclusión del acuerdo entre Washington y Moscú sobre la destrucción de las armas químicas sirias, refleja la postura del lobby pro-israelí estadounidense, que antepone los intereses de Tel Aviv a las prioridades de la Casa Blanca. 

Pipes, conocido por su militancia a favor del Estado judío, lleva años reclamando una riposta contundente contra la República Islámica, alegando que su programa nuclear supone un auténtico peligro para la seguridad de Israel. Aunque la preocupación por el posible uso bélico de las instalaciones atómicas persas llegó a convertirse en una pesadilla para los Gobiernos occidentales, los argumentos empleados por el analista norteamericano superan con creces el lenguaje tremebundo de los expertos en guerra psicológica de Tel Aviv. El razonamiento de Pipes es a la vez sencillo y contundente. Se limita a un llamamiento: hay que acabar con el protagonismo de Irán en la zona, con los sueños de los ayatolás de convertir el país en una potencia regional. Para  ello, todas las acusaciones son, o al menos, parecen válidas.

Pero el profesor norteamericano no es el único detractor de la política de Teherán. El miedo al hasta ahora hipotético poderío militar iraní es el mantra de los políticos y los estrategas de Washington. Un Irán detentor de armas nucleares podría representar una amenaza para los demás Estaos de la región, al igual… que Israel, India o Paquistán,  países que forman parte del llamado “club atómico”. Mas en el caso del Irán, los datos del problema son más complejos.

Conviene recordar que durante los últimos años del reinado de Mohamed Raza Pehlevi, el régimen imperial iraní llegó a mantener excelentes relaciones “agrícolas y estratégicas” con las autoridades de Tel Aviv. La misión oficiosa israelí – el “bunker” de Teherán – contaba con decenas de empleados: diplomáticos, agrónomos, expertos militares hebreos, miembros de los servicios de inteligencia. Su expulsión, tras el regreso a Irán del ayatolá Jomeyni, no desanimó a los “podres fácticos” del Estado judío. Algunos llegaron incluso a barajar la opción de una posible colaboración en materia… nuclear. Pero la joven República islámica descartó esa alternativa. Siguió un constante y vertiginoso deterioro de las relaciones bilaterales. De hecho, el programa político de Jomeyni contemplaba la destrucción total y definitiva el “ente sionista”, así como la reconquista de Jerusalén, la tercera ciudad santa del Islam. Durante más de 30 años, los sucesivos Gobiernos persas se mantuvieron fieles a los ideales del líder de la revolución islámica. 

Pero las cosas empezaron a cambiar esas últimas semanas, tras la llegada al poder de Hasán Rohani, un clérigo moderado que apuesta por el entendimiento con las potencias occidentales. El nuevo presidente iraní parece dispuesto a estrenar una nueva política exterior, eliminar las posturas irreconciliables, buscar soluciones negociadas a la crisis nuclear, obrar por un acercamiento con Washington y con las potencias europeas. Hay quien vaticina ya una “reconciliación histórica” entre iraníes y norteamericanos. ¿Se puede hablar de rayos de luz al final del túnel?

Durante su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Rohani hizo especial hincapié en el hecho de que su país “no representa amenaza alguna para el mundo”. Los politólogos se apresuraron a interpretar estas palabras como una invitación a retomar las consultas sobre el controvertido programa nuclear. Más impactantes aún fueron las palabras del presidente iraní sobre el Holocausto judío, un hecho histórico jamás  reconocido por las autoridades religiosas de Teherán. 

Los tiempos cambian. Hoy en día, los reporteros gráficos esperan ansiosamente un hipotético apretón de mano entre Obama y Rohani. Pero ninguno de los estadistas está dispuesto a sacrificar su capital de credibilidad por una imagen de portada. Las negociaciones bilaterales darán comienzo en pocas horas. De su éxito o su fracaso depende un cambio sustancial de los parámetros políticos, de la paz o la guerra en Oriente Medio. ¿Las premisas?

Lo cierto es que Hasán Rohani quiere dialogar. Y Barack Obama necesita, en sus horas bajas, este diálogo. ¿La luz al final del túnel? Tampoco hay que echar campanas al vuelo.

martes, 3 de septiembre de 2013

De cómo (no) restaurar la democracia



Hace apenas un par de meses, cuando el ejército egipcio irrumpió en la vida política cairota, arrestando al líder islamista Mohammed Mursi, presidente electo del país africano, el Secretario de Estado norteamericano, John Kerry, no dudó en poner los puntos sobre las íes: no, no se trataba de un golpe d estado; la cúpula militar egipcia se había limitado a… restaurar de democracia. Curiosamente, la mayoría de sus compatriotas no compartía esa opinión. De hecho, el establishment político de Washington no tardó en calificar la intervención de los generales egipcios de golpe, condenando los métodos empleados para esa extraña “restauración de la democracia”.  El que eso escribe cayó en la tentación de comparar la verborrea de Kerry con la proverbial discreción de uno de sus ilustres antecesores: el también Secretario de Estado Henry Kissinger. Hablar de “democracia” en el contexto mezzo oriental no era el fuerte del politólogo alemán recriado en los Estados Unidos. Cometer semejante dislate sin pensar en dimitir para salvar la cara, tampoco. Pero los tiempos cambian y el perfil de los jefes de la diplomacia estadounidense también…

John Kerry nos volvió a sorprender la pasada semana al afirmar que los Estados Unidos disponían de pruebas sobre la autoría del ataque con armas químicas perpetrado – según él – por el ejército sirio, en el que perdieron la vida 1.429 personas. Aparentemente, la información estaba basada en declaraciones de testigos, informes médicos y datos suministrados por los servicios de inteligencia occidentales. Siempre según el jefe de la diplomacia norteamericana, los militares sirios emplearon el mortífero gas sarín. Detalle interesante: a comienzos de la misma semana, una agencia de noticias árabe informaba sobre la detención en la frontera turco-siria de varios jihadistas que transportaban 11 bidones de… gas sarín. Sin embargo, la noticia no apareció en los medios de comunicación occidentales. ¿Mera casualidad? ¿Deseo de no entorpecer los preparativos bélicos del Premio Nobel de la Paz Barack Obama? Lo cierto es que el Secretario de Estado se apresuró en asegurar a la prensa que Norteamérica es consciente de la experiencia iraquí – léase las inexistentes armas de destrucción masivas de Saddam Hussein – y que la Administración demócrata no repetirá el error de George W. Bush. 

De todos modos, la “operación castigo” ideada por el actual inquilino de la Casa Blanca tendrá que esperar. Washington no cuenta con el apoyo incondicional de los aliados occidentales. La fiel Inglaterra ha dado marcha atrás, censurando el discurso militarista del Primer Ministro Cameron, Alemania prefiere mirar hacia el Norte, la España post-aznarista parece a su vez poco propensa a arrimarse al carro de las aventuras bélicas de Obama. Por su parte, Rusia advierte: no hay que tocar al precario equilibrio estratégico de la región mediterránea. Finalmente, Bashar el Assad, el “malo de la película”, advierte: si los Estados Unidos atacan a Siria, todo Oriente Medio acabará en llamas.  Ficticia o real, la amenaza surtió efecto. Barack Obama espera el (innecesario, aunque siempre socorrido) visto bueno del Congreso para lanzar su ataque “ético” contra el hombre fuerte de Damasco. Por último, aunque no menos importante, el cauto silencio de los inspectores de las Naciones Unidas no presagia nada bueno…

Hasta aquí en “reality show”, el conflicto que nutre los contenidos de los telediarios y las páginas de los rotativos que se decantan por la hipotética y selectiva defensa de los derechos humanos. Pero ¿de verdad nos importa la suerte de los sirios? ¿De verdad apostamos por la victoria de los “combatientes por la libertad”, de jihadistas financiados por Arabia Saudita y Qatar, de islamistas apoyados por…Washington. 

Curiosamente, ello nos incita a plantearnos un sinfín de preguntas sobre la espontaneidad y utilidad de las llamadas “primaveras árabes”. Recuerdo la reacción de un joven e inexperto periodista occidental que, además de bautizarlas “las revoluciones de Twitter”, se convirtió en abogado del diablo poniendo en tela de juicio su objetivo. “¿Qué necesidad tiene Washington de sustituir a sus aliados tradicionales – monarcas o dictadores – por islamistas made in USA?” 

La pregunta sigue vigente. La respuesta… Conviene recordar la iniciativa del Gran Oriente Medio elaborada por la Administración Bush. El Twitter y los islamistas moderados figuraban en aquél guion.  Pero la historia de Oriente Medio no se escribe en Washington ni en Hollywood. Cabe preguntarse, pues, si el cacareado y pospuesto ataque contra Siria no acabará convirtiéndose en la chispa que provoque la gran llamarada.