viernes, 21 de enero de 2011

El genio de la democracia recorre las tierras del Islam


Todos los gobernantes árabes miran hacia Túnez presa de pánico; todos los ciudadanos del mundo árabe dirigen sus miradas hacia Túnez con una extraña mezcla de esperanza y solidaridad”, afirmaba recientemente un politólogo egipcio, tratando de contestar a las preguntas, ¡ay! comprometidas y tal vez comprometedoras de una cadena de televisión estadounidense.

Sería sumamente difícil hallar una mejor definición del levantamiento popular que acabó con el largo reinado de terror impuesto al pequeño país norteafricano por la dictadura del coronel Zine El Abidine Ben Ali, el ex policía que derrocó, en 1987, al mítico Habib Bourguiba, padre del nacionalismo independentista y primer presidente de la República de Túnez.

El estado de salud de Bourguiba le incapacitó en varias ocasiones durante los últimos años de su mandato. Las prolongadas ausencias del Presidente entre 1980 y 1987 incitaron al entonces Primer Ministro, Zine Ben Alí, a urdir un complot contra el jefe del Estado. En 1987, aprovechando el apoyo del ejército y de las fuerzas de seguridad, el coronel protagonizó el primer golpe de estado en la historia del país. Exit Bourguiba; Bel Alí tomó las riendas del poder, aplicando a la totalidad de la población tunecina los “métodos de persuasión” empleados por sus colegas de los cuerpos de policía.
Conviene señalar que Zine Ben Alí nunca intentó forjarse una imagen de político demócrata. Ni falta que le hacía; asumió el poder en una época en la que todavía los gobernantes árabes se dividían en dos categorías: los “títeres de Moscú” y los “amigos de Occidente”. A estos últimos se les perdonaban los abusos, las violaciones de los derechos básicos de los ciudadanos, la brutalidad, el cinismo. Recordaban algunos el comentario del Presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt, que trató de salirse del paso al hablar de un dictador latinoamericano con la famosa frase: “De acuerdo, es un hijo de p…, pero es nuestro hijo de p…”. Ben Alí fue, durante décadas, el “bastardo” de París y de Washington. Y ello, por la sencilla razón de que los franceses pretendían mantener a toda costa su hegemonía en las antiguas colonias del Norte de África, mientras que los norteamericanos utilizaban las instalaciones estratégicas para vigilar a su guisa el Mar Mediterráneo. El statu quo logró perpetuarse hasta el día en que un obrero desempleado decidió inmolarse “a lo bonzo”. Un procedimiento digno de un hereje, que el Islam condena; los suicidas no van al paraíso…

Mas la oferta paradisíaca de los gobernantes árabes nada tiene que ver con la bucólica leyenda del Corán. La crisis económica mundial afecta seriamente el mundo árabe-musulmán. A las revueltas desencadenadas en los últimos años por el aumento del precio del pan, se suma el descontento provocado por el constante deterioro de los niveles de vida, por el paro galopante. Desalentados por la ausencia de perspectivas de una vida digna, los jóvenes prefieren emigrar a Occidente; los mayores tratan de encontrar salidas más o menos airosas…

Después del estallido de Túnez, la inmolación se ha convertido en el medio de expresión de una población desesperada. Egipcios y mauritanos siguieron el ejemplo; jordanos y argelinos manifiestan su solidaridad con los contestatarios.

Recuerdan las almas caritativas que los “bastardos de Occidente” participan activamente a la “guerra global contra el terrorismo” declarada por el ex presidente Bush. Es ésta una de las razones por las que nuestros gobernantes defienden a sus “bastardos”.

Pero los tiempos cambian; habrá que sustituir a los habituales “aliados” por seguidores más civilizados, menos sanguinarios. ¿Será difícil encontrarlos? Durante décadas, la propaganda occidental prefirió hacer suyo el argumento de los gobernantes autoritarios: “los árabes no estás preparados para vivir en democracia”. Sin embargo, hoy en día el “genio de la democracia”, liberado de su lámpara por los “hombres bonzo”, parece hallar cartas de naturaleza en tierras del Islam.

Occidente tiene que abandonar su proverbial miopía política si pretende evitar otro conflicto; el enfrentamiento con una población hasta ahora oprimida, engañada y relegada en un tercer plano por nuestros “amigos”, los “bastardos”.