sábado, 11 de septiembre de 2010

11 - S Osama Bin Laden (I)


Le conocí hace más de tres lustros en la pacífica y soñolienta ciudad de Ginebra, durante uno de aquellos extraños encuentros ideológico-gastronómicos que solían acompañar las innumerables negociaciones multilaterales auspiciadas por las Naciones Unidas. Fue, si no recuerdo mal, durante las embrionarias consultas sobre el porvenir del Afganistán que desembocaron, con el paso del tiempo, en el acuerdo para la retirada de las tropas soviéticas. Mientras la plana mayor de la resistencia afgana y los cabecillas de los movimientos de guerrilla trataban de explicarnos sus distintas opciones políticas, aquel hombre pequeño, delgado y taciturno, de ojos oscuros y mirada penetrante, parecía empeñado en pasar inadvertido. Permaneció callado hasta el momento en el que se planteó la pregunta clave: "¿Después de los rusos, qué?" Los líderes de las diferentes facciones no lograban ponerse de acuerdo; volvimos a escuchar los viejos y siempre socorridos clichés: "democracia", "soberanía", "autodeterminación".... Hasta que por fin se oyó la voz del hombrecillo barbudo: "Después vendrá el islam". Se me ocurrió preguntarle si era partidario de un régimen parecido a la revolución iraní o si le parecía más idóneo seguir las huellas de la conservadora monarquía saudí. Sus ojos brillaron: "No, será otro tipo de islam. Más puro, más...". Nuestro tardío interlocutor no quiso explayarse ni aportar definiciones muy concretas. Súbitamente, sus compañeros perdieron el habla: Osama Bin Laden parecía haber asumido el papel de líder o, por lo menos, de ideólogo de la resistencia afgana. En realidad, sólo era su cajero; las empresas saudíes habían costeado el viaje y la estancia de los guerrilleros.
Volví a ver su cara años después, en la pequeña pantalla. El saudí apátrida, acusado de ser el instigador del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, se había convertido en uno de los hombres más buscados por el FBI norteamericano. Su trayectoria de mentor de los radicales argelinos y sudaneses, de los Hezbollah proiraníes o de la Jihad islámica, cuidadosamente detallada en numerosos informes policiales, no me sorprendió en absoluto.
Para comprender la ideología del llamado "príncipe del terrorismo", conviene analizar con detenimiento el contenido de la Declaración del Frente Islámico Universal para la Guerra Santa contra los Judíos y los Cruzados que, según Bernard Lewis, ha de convertirse en lectura obligada de los estudiosos del islam y, por qué no, de aquellos políticos empeñados en equiparar el islamismo al... terrorismo. A primera vista, el mensaje de Bin Laden no dista mucho del ideario de Hasan al Banna, el "padre" del radicalismo islámico moderno. Si bien la argumentación de al Banna tiene como punto de partida una realidad aparentemente distinta, emanante de la presencia colonial franco-británica en el mundo árabe, la de Bin Laden deriva de un paralelismo histórico fácilmente homologable: la ocupación de los santos lugares del islam por los "Cruzados", es decir, por las tropas norteamericanas acantonadas en Arabia Saudí a partir de 1990, así como los reiterados intentos de los "infieles" de desarticular los Estados de la región: Irak, Arabia Saudí, Egipto y Sudán.
El estilo empleado por Bin Laden es menos brillante y, por consiguiente, menos convincente que la elocuente retórica de Hasan al Banna, artífice este último no sólo del despertar del nacionalismo árabe, sino también de las estructuras ocultas llevaron al establecimiento del mayor grupo de presión del mundo islámico: la cofradía de los "Hermanos Musulmanes".
En unas circunstancias históricas distintas para Occidente, aunque quizás no muy diferentes desde el punto de vista de los defensores a ultranza de la ortodoxia islámica, el mensaje de Bin Laden parece dirigido más a las masas de parias abandonados por gobernantes "corruptos" u "occidentalizados" que a las élites intelectuales árabes, a su vez empeñadas en buscar alternativas socio-políticas endógenas.
Aunque la fraseología de Bin Laden esté cargada de lo que algunos politólogos no dudarían en llamar "simple demagogia oportunista", el propio Lewis advierte que "muchos árabes estarían dispuestos a sumarse a la percepción extremista de la religión" contenida en el programa del Frente Islámico Universal.
Sin embargo, el mero rechazo por parte del islam radical o tradicional de modelos de sociedad basados en valores ajenos, la no aceptación automática de los cánones occidentales, no ha de convertir forzosamente al mundo árabe musulmán en enemigo potencial de la democracia.
A Osama Bin Laden lo volveré a perder de vista durante algún tiempo. La semana pasada, los medios de comunicación se hicieron eco de su decisión de abandonar las tierras afganas, alegando la inminencia de otro ataque norteamericano contra las bases de "su" guerrilla. Pero detrás de la noticia se disimula otra realidad: la "operación sonrisa" para con los talibanes afganos, lanzada recientemente por el Departamento de Estado norteamericano y el Foreign Office británico. El semanario "The Economist" trata de justificar la incipiente "realpolitik" de Washington y Londres con argumentos más bien sorprendentes: "...en definitiva, (los talibanes) no tratan a las mujeres peor que los saudíes".
En resumidas cuentas, parece que algunos políticos occidentales estarían propensos a aceptar el hecho diferencial que conlleva el "islam político". Toca explicar a la opinión pública la abismal diferencia entre "islamismo", "radicalismo" y..."terrorismo". Y comprobar, si es preciso, que la incomprensión ha ampliado la brecha entre las culturas de Oriente y Occidente.

(*) Artículo publicado en D 16 - Madrid en agosto de 2000

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