viernes, 30 de abril de 2010

Chipre: misión imposible

En agosto de 1974, pocos días después de la segunda intervención del ejército turco en la isla de Chipre, coincidí en el Hilton de Nicosia con el enviado espacial de las Naciones Unidas en la zona, un diplomático latinoamericano al que se le conocía como míster Pérez. A mi pregunta sobre las perspectivas de una solución negociada del conflicto entre las dos comunidades – los greco y los turco chipriotas - me respondió lacónicamente: “Deje que solucione este asunto; luego hablamos”. Años más tarde, al abordar con el entonces Secretario General de las Naciones Unidas, Javier Pérez de Cuellar (¡míster Pérez!) la cuestión de las poco fructíferas gestiones llevadas a cabo por el organismo internacional en el minúsculo país mediterráneo, se limitó a poner cara de póker. No hay nada peor para un diplomático que el hecho de tener que confesar su frustración.
Este extraño episodio volvió a mi mente hace unos días, tras la elección del nacionalista Dervis Eroglu en el cargo de Presidente de la República Turca del Norte de Chipre, entidad autoproclamada en 1983, que sólo cuenta con el reconocimiento de las autoridades de Ankara. El político nacionalista se alzó con la victoria en un reñido combate con el Presidente saliente, el izquierdista Mehmet Alí Talat, partidario del diálogo entre las dos comunidades, que tenía, al menos aparentemente, la ventaja de sintonizar con el actual Presidente de la República de Chipre, Demetrios Christofias. Sin embargo, el retraso en las consultas intercomunitarias, la escasa voluntad de los grecochipriotas de finalizar las negociaciones en 2009, como previsto, erosionaron la ya de por sí difícil postura de Talat. Su sucesor parece menos propenso a fomentar el diálogo con los grecochipriotas, a apostar por la reunificación de la isla.
Desde 1977, fecha en la cual dio comienzo el diálogo político entre las dos comunidades, se ha barajado siempre la opción de un Estado bi-zonal, de una federación binacional. Sin embargo, la casi totalidad de las propuestas presentadas durante las tres últimas décadas ha tropezado con la negativa de una de las partes. Lo aceptable para los griegos resultaba completamente inviable para los turcos y viceversa. El Plan Annan, último intento de acercamiento ideado por el antiguo Secretario General de la ONU, contó con la aprobación de los turcochipriotas y… el rechazo frontal de la comunidad griega. Conviene recordar que la solución del conflicto era una condición sine qua non para la integración de la isla en la Unión Europea. Aún así, la República de Chipre pasó a formar parte de la UE en mayo de 2004, trasladando la cuestión de los Estados divididos a los miembros del “club de Bruselas”. A los quebraderos de cabeza de los “eurócratas” se sumaba, pues, un nuevo dilema: Chipre es miembro de la UE, pero no pertenece a la OTAN. La República Turca del Norte, donde se hallan acantonados decenas de miles de militares turcos, forma parte indirectamente de los territorios controlados por la Alianza Atlántica, pero no guarda relación oficial alguna con la UE. Detalle interesante: ambas organizaciones regionales desean aprovechar al máximo el potencial geoestratégico y económico del pequeño país mediterráneo.
Pero hay más: de la solución del conflicto depende el provenir de las consultas entre Ankara y Bruselas, el cada vez más hipotético ingreso de Turquía en la Unión Europea. El Gobierno turco tiene interés en la reanudación de los contactos entre Eroglu y Christofias, cuando no en la posibilidad de abrir una vía de negociación directa con las autoridades de Atenas. Hoy por hoy, la clave del problema estriba en la voluntad de los grecochipriotas de rebajar el listón de sus exigencias. Ello sólo será posible mediante la intervención de Grecia o de la puesta en marcha de una ofensiva diplomática de Bruselas.
Es obvio que las autoridades griegas no están en condiciones de ejercer presiones sobre el Gobierno de Nicosia. Queda, pues, la opción comunitaria. Si Bruselas logra acabar con las reticencias de Turquía de abrir su espacio aéreo y sus instalaciones marítimas a los transportistas grecochipriotas, los obstáculos que frenan el entendimiento entre las dos comunidades de la isla podrían desaparecer. Pero de ahí a vaticinar el final del conflicto…

viernes, 9 de abril de 2010

Moscú y el "emirato del Cáucaso"

Los recientes acontecimientos de Kirkizistán lograron eclipsar el impacto político y mediático de los sangrientos atentados del metro de Moscú. Sin embargo, los politólogos que siguen de cerca los cambios registrados en los territorios de la antigua URSS durante las dos últimas décadas no dudan en aludir a la posible conexión entre la actuación de las llamadas “viudas negras”, jóvenes kamikaze dispuestas a sacrificarse para la mayor gloria del Islam y la proliferación de los síntomas de desestabilización política en la región del Cáucaso. Cabe preguntarse, pues: ¿es el radicalismo islámico una auténtica amenaza para las ex repúblicas soviéticas de Asia?
Hace ya más de tres lustros, tras el desmembramiento de la Unión Soviética, los estrategas de Moscú pidieron ayuda a sus colegas occidentales para evaluar conjuntamente la peligrosidad, ficticia o real, de los movimientos islámicos en Asia. Huelga decir que en aquel entonces la insistencia de los rusos resultaba bastante sorprendente. Sabido era que Moscú tuvo que retirar sus huestes de Afganistán después de varios años de arduos y poco fructíferos combates; unos combates que provocaron el desgaste del Ejército Rojo y la justificada desesperación de la cúpula militar soviética. Pero la humillación provocada por la derrota era sólo la parte visible del iceberg: durante la década de los 80, muchos soldados procedentes de las regiones musulmanas del imperio soviético acabaron haciendo suyo el ideario de los guerrilleros islámicos. Tras el abandono de las tierras afganas, el combate se trasladó a los confines asiáticos de la URSS, cuyos pobladores reclamaban la vuelta al hasta entonces prohibido mahometanismo. Los dirigentes del Kremlin no tuvieron más remedio que hacer concesiones. Las escuelas religiosas volvieron a funcionar, divulgando sin embargo versiones expurgadas del Corán. Aún así, la manipulación de los sentimientos religiosos acabó convirtiéndose en un arma de doble filo. Los antiguos “soldados del Islam”, combatientes de las brigadas internacionales creadas por el multimillonario saudí Osama Bin Laden, no tardaron en adueñarse de algunos feudos caucásicos. Chechenia fue el primer baluarte de un amplio y ambicioso proyecto islamista: el futuro “emirato del Cáucaso”.
Pese a los esfuerzos de los servicios secretos moscovitas, los sucesivos gobiernos pro-rusos instaurados en Grozny fueron incapaces de frenar el avance de los insurgentes. Después del espectacular secuestro que tuvo por escenario el teatro moscovita de Dubrovka, operativo en el que perdieron la vida más de 180 personas, los rebeldes chechenios ocuparon manu militari la escuela primaria de Beslan. El ataque se saldó con más de un centenar de muertos, en su gran mayoría, alumnos del colegio.
Si bien es cierto que en ambos casos las unidades especiales de lucha antiterrorista lograron neutralizar a los rebeldes, el sangriento desenlace llevó el agua al molino de los rebeldes. Los terroristas fallecidos en los operativos de rescate se convirtieron en “mártires del Islam” es decir, exactamente lo que perseguía el movimiento radical del Cáucaso.
Los dirigentes rusos no llegaron a comprender el mensaje de los islamistas y, al parecer, aún están lejos de apreciar en su justo valor las motivaciones de quienes desean reproducir el experimento afgano en otros lugares de la geografía caucásica. En resumidas cuentas, el peligro subsiste y se está convirtiendo en una amenaza de gran envergadura. Y no sólo para los gobernantes del Kremlin, empeñados en emplear la fuerza como único recurso en la lucha contra los radicales del Cáucaso, sino también para los demás países de la zona, donde el islamismo parece haber adquirido carta de naturaleza.